Arribar a Vikaria no es posible en realidad, se llega sólo en antiguos barcos nórdicos. Los remeros indican a lo lejos un punto en la niebla y al desembarcar ya no se pisa terreno. Las naves de inmediato se retiran, como escapando del sutil abrazo blanco al que el viajero, sumiso, se entrega.
Es extraño el primer paso, hay una sensación de mundo y vacío y la vista no puede atrapar sino el fluir de ese todo vago que se esfuma a cada instante.
Los ciudadanos de Vikaria están siempre incompletos, en vaporosas túnicas marchan mutilados... allá va un cuerpo sin cabeza, aquí se alejan unas manos perfectas, por el medio un bello par de piernas griegas. Y comercian... comercian objetos inasibles a grandes valores de mercado. Es interesante poseer sin poseer uno de ellos. Tocarlo sin tocar, pesarlo mientras traspasa el hueco de las manos... perdiendo también el visitante en parte su sustancia.
Los paisajes de Vikaria son médanos y brisa pero no se conoce la aspereza de la arena, dicen que un consejo de ancianos hace mucho, determinó su futuro de bruma blanquecina. Dicen que un consejo de jóvenes determinó la inexistencia del pasado. Hoy, encuentran en Vikaria los viajeros, seres blandos, una ciudad sin contiendas ni pecados. Un terreno sin tierra, inacabado, una oportunidad, tal vez, de incompletarse, de aprender a no desear lo no posible.
Vikaria se despierta temprano quizá porque no duerme, sólo los visitantes precisan descanso de este mundo sutil e invertebrado.
Volver a Vikaria es improbable, cambia de lugar constantemente y los remeros del último siglo se resisten a llevarte. Algunos dicen haber oído cantos que seducen y empujan al borde inexplorado del mundo, otros se quejan de aires nuevos no respirables en las mutantes rutas vikarianas.
Estuve en Vikaria, hace ya tiempo. No regresaré aunque lo quiera. Como desnudo al borde del mar mis ojos son una ventana al punto blanco que cada día me saluda desde su deriva.
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